martes, 13 de diciembre de 2011

Along the way

'Mi vida está hecha de contrastes, he aprendido a ver los dos lados de la moneda. En los momentos de más éxito no pierdo de vista que otros de gran dolor me aguardan en el camino, y cuando estoy sumida en la desgracia espero el sol que saldrá más adelante.'

'Paula' - Isabel Allende

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Damas y... ¿caballeros?

Hubo un tiempo en que los hombres te sujetaban las puertas, te ayudaban a quitarte el abrigo y te retiraban la silla cuando te sentabas. Un tiempo en que a ningún varón se le ocurría no ayudarte si ibas cargada o no cederte su sitio si estabas de pie. En resumidas cuentas, un tiempo en que la galantería era la norma y no la excepción.
Llamadme antigua, pero a mí esa caballerosidad de antaño me parece fundamental. Por eso, me encanta observar en la calle a las parejas de ancianos. Poco importa que el hombre vaya encorvado y apenas se sostenga aferrado a su bastón mientras su mujer anda erguida y lozana.  Él siempre le ofrecerá el brazo cuando caminen por la calle y se apeará primero del autobús para tenderle le mano y ayudarla a bajar. ¡Qué maravilla!
Yo no digo que no haya caballeros hoy en día, gracias a Dios todavía existen, y de hecho procuro rodearme de ellos. Pero la verdad es que cada vez son menos, y los que quedan empiezan a pecar de perezosos y a pasar por alto detalles que a nuestros abuelos les parecerían imperdonables. Os pondré un ejemplo de la desidia del galán moderno, sin necesidad de saltarme dos generaciones. Mi padre me insistía siempre en que un hombre como Dios manda debía acompañarme imperativamente hasta mi casa, algo en lo que yo le daba la razón. El día que se enteró de que acompañarme hasta casa equivalía a dejarme en el portal sin bajarse siquiera del coche, dejamos de estar de acuerdo.
La verdad, no sé en qué momento decidió el género masculino que la cortesía era algo prescindible. Cuando se me ocurre hacer un alegato en favor de la galantería siempre salta algún aludido con el cuento de ‘¿No queríais igualdad?’. Primero de todo, no sé qué igualdad me andan mentando en un país en que una mujer ha de trabajar un mes y 22 días más para cobrar lo mismo que sus compañeros con testosterona, amén de tener que ponerse la cofia cuando llega a casa. La excusita de la equidad de sexos, disculpadme, ‘caballeretes’, pero no me sirve. De todas formas, si realmente existiese esa igualdad que dicen que hay… ¿quién dice que esté reñida con la cortesía? ¿Por qué se empeñan en hacer de ella una forma de machismo?
Queridos míos, siento comunicaros que por suerte me he topado con más de uno que me ha valorado como mujer y como persona, no ha interferido en mi libertad, me ha admirado en mi trabajo y a pesar de todo… ¡Me ha abierto las puertas y cedido su asiento! Qué increíble, ¿no?
No se trata de hacer de la mujer una inútil que no sabe manejar un picaporte ni hacer la O con un canuto, porque creo que ya hemos dejado claro que de buscarnos las castañas en las condiciones más adversas, sabemos un rato. Se trata de no perder las formas y hacer valer la educación y los modales,  porque aunque debemos ser iguales en derechos y oportunidades, no somos iguales en esencia.  A las mujeres, no vamos a negarlo, nos gusta sentirnos a veces delicadas y protegidas, aunque sea simbólicamente, porque hace parte de nuestra feminidad.  Y por delicadas y protegidas no quiero decir incapaces y sometidas, por si existe todavía algún despistado al que le haga falta consultar el diccionario.
Así que, a todos aquellos individuos que en nombre de la igualdad les entran las prisas y se afanan por ser los primeros en entrar o salir de cualquier sitio por delante de las féminas simplemente deciros que no merecéis que os traten de caballeros ni en la puerta de los baños públicos.
Dicho esto, sólo me queda lanzar un ¡Hurra! por todos esos chicos del siglo XXI que aún te cubren con su chaqueta cuando empieza a refrescar.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Y mañana, saldrá el sol

Dicen que no hay mal que por bien no venga, y no se puede contradecir la sabiduría popular. Es verdad que es difícil vislumbrar lo positivo cuando la tragedia se te viene encima, pero con el tiempo se te seca la rabia y empiezas a respetar la fatalidad como a un enemigo digno. De todo se aprende, y los golpes más duros suelen ser macabros maestros que te enseñan las lecciones más importantes de la vida.
No sé si fue el destino o la casualidad, el caso es que uno de los dos irrumpió un día en mi existencia y de un bofetón, me obligó a darme cuenta de que la muerte no es algo ajeno, sino que también agarra a aquellos a los que amamos. Dudo que vaya a conocer dolor más abismal que el que sentí durante aquella cuenta atrás, frustrada por no poder contener el goteo de vida que se iba por el desagüe, resignada a un final irreversible. Y sin embargo, ese episodio tan definitivo y lacerante, me dejó probablemente la más bella enseñanza.
Desde hace un tiempo, tengo un recuerdo recurrente: era de noche y yo estaba tumbada en la cama del enfermo. Me gustaba pegarme a él y sentir el cuerpo tibio, donde todavía fluía la vida. Él miró la ventana y sonriendo me dijo:
- ‘Tengo ganas de que se haga de día.’-
 –‘¿Porqué?’- pregunté yo, sorprendida.
- ‘Me hace ilusión que salga el sol.’ – fue su respuesta.
Hasta entonces no se me había ocurrido que un amanecer fuese digno de celebrar. Amanece cada día, no es ningún hecho extraordinario. Esa noche entendí que cuando sólo te quedan un puñado de amaneceres, se les borra lo banal y se vuelven excepcionales. No hizo falta una disertación filosófica, con esa afirmación tan simple aquel hombre consumido y derrotado, con los pies fríos ya de muerte, me enseñó el valor de la vida.
En realidad todos vivimos una cuenta atrás sólo que algunos saben cuándo termina la suya y otros ni siquiera lo intuimos. En esa falsa creencia de que somos para siempre, dejamos pasar la vida sin que nos roce, permitiéndonos  existir solo en ocasiones puntuales, sin sospechar lo mágico que existe en todo lo común que despreciamos o que ni siquiera advertimos.
Por suerte, esa persona que se escapó de esta dimensión y que hoy siento caminar liviano y envolvente a mi espalda, me contagió antes de irse la ilusión por lo que parece insignificante, como que mañana vuelva a salir el sol.


Bad people

'We all did bad things, it doesn't mean we are bad people'
How I met your Mother

sábado, 19 de noviembre de 2011

Saudade

La saudade es una de esas palabras mágicas, tan precisas que no existe traducción exacta en ningún otro idioma que no sea el que la acuñó. Como si el sentimiento que refiere fuese exclusivo de un pueblo hasta el punto de que ningún otro haya tenido la necesidad de nombrarlo por puro desconocimiento. Yo aún no sé bien qué es. Tanta exactitud la convierte en una emoción ambigua y escurridiza que no termino de concretar. Sin embargo, estoy segura de haberla experimentado en más de una ocasión, aunque no me haya parado a analizarla y me haya limitado sencillamente a sentirla.
La primera vez que me mencionaron la tal saudade me pareció una quimera, un consuelo de tontos. Fue en una de esas despedidas de aeropuerto que han salpicado mi destino. Yo traía los ojos nublados de pena, y me agarraba como un koala al amante del que debía separarme mojándole la pechera con un mejunje de fluidos propios del desconsuelo. Conmovido y  agobiado de tanto drama, aquel novio interrumpió mi llantina para hablarme de la saudade. Me describió ese sentimiento casi utópico, esa rara melancolía placentera, donde el recuerdo de lo que has perdido no escuece sino que se goza. No debíamos vivir esa separación como una desgracia, pues la evocación de nuestro amor siempre sería una fuente de felicidad y de vivencias positivas. Fue un discurso demasiado optimista que por supuesto no encajaba en mi despecho del momento, por lo que  me emperré en rechazarlo, convencida de que me moriría de tanto echarle de menos.
La pura verdad es que aquella pasión empezó a diluirse apenas puse los pies en Madrid unas horas más tarde y terminó de perderse en algún lugar del planeta, exhausta de dar tumbos de un continente a otro. Toda la amargura que me pesaba como cemento se me evaporó y un día pude rememorar aquel amor feliz y satisfecha de haberlo vivido. ¿Sería eso la saudade?
He vuelto a experimentar esa especie de añoranza complaciente muchas otras veces y no siempre al hilo de un recuerdo romántico.  Se me aparece, por ejemplo,  cuando respiro el olor a tierra mojada y tortilla de patata de los veranos en casa de mis abuelos o cuando localizo en mi cerebro la imagen de los tejados de París desde la ventana abuhardillada del que fue mi piso de estudiante.
Le he dado muchas vueltas, y lo cierto es que aún dudo si he sabido interpretarla fielmente. Para mí, la saudade son las memorias de momentos felices a los que volvería si pudiera correr contra el tiempo, tan vívidos que casi parecen presentes y en cuya evocación uno no se frustra sino que se recrea con un pellizco de nostalgia pero también de gratitud. La saudade tiene la virtud de desterrar del ‘echar de menos’ la impaciencia y la ansiedad para convertirlo en un sentir sosegado y apacible, que no se padece como un mal sino que se disfruta como un regalo. Saudade de la tierra cuando se está lejos, saudade del sabor de la cocina materna y saudade de los difuntos queridos cuando se nos agota el duelo y podemos pensarlos sin angustia.
Los recuerdos pueden ser corrosivos como ácido cuando la pérdida aún está fresca, y sin embargo… qué bonita es la nostalgia cuando deja de doler.
                      

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Soyez les bienvenus

Llegó el día D. La fecha señalada. Miércoles 16 de noviembre.  Por ninguna razón en especial. Cualquier día es igual de adecuado o de inadecuado, según se mire, pero si sigo dudando entre atreverme o no atreverme, terminaré por postergarlo indefinidamente. Así que, hoy, de una vez por todas: INAUGURO MI BLOG.

Sur le bout de la langue no tiene otro objetivo que poner en palabras todas las ideas que me cruzan la mente como meteoritos, todas las experiencias y sensaciones que me aporrean el pecho para que las deje salir. Yo no sé escribir lo que no siento o he sentido, lo que no pienso o he pensado. Todo lo que cuento mana de ese batiburrillo de emociones, ideas y sensaciones que se me han colado dentro en algún momento de la vida.

Sin embargo, Sur le bout de la langue no nace como un acto de exhibicionismo. No me interesa exponer mi individualidad, sino todo lo contrario, demostrar que pertenezco a un colectivo. Quiero compartir aquello que me agita el ánimo para asegurarme de que ni siento, ni pienso en vacío, que las emociones y las ideas son en realidad universales.

Bienvenidos pues a este universo que es tan vuestro como mío.