miércoles, 4 de abril de 2012

Baja modesto...

Yo soy de la que va mirando los escaparates cuando camina por la calle. Cualquier escaparate. A veces miro la ropa, pero la mayoría del tiempo, lo reconozco, lo que me interesa es mi reflejo. Me gusta mirarme. Algunos días más que otros, claro está, pero por lo general disfruto al encontrarme con esa versión translúcida y fugaz de mí misma que aparece y desaparece entre cristal y cristal.
Sé que no soy la única. Cuando no estoy absorta en la contemplación de mi vidrioso alter ego, me fijo en otras personas que se examinan también por el rabillo del ojo. ¿Vanidad? No siempre. A veces es simple curiosidad por ver cómo somos en movimiento, o por comprobar si estamos despeinados. Sin embargo, seamos valientes y admitamos que otras  muchas nos miramos porque nos gusta lo que vemos.
¿Y qué? ¿Acaso no es maravilloso admirar a la persona que nos acompaña cada segundo desde que nos escurrimos en este mundo?
Me pregunto por qué un sentimiento tan necesario como el amor propio está condenado a ser silenciado o tratado de forma despectiva -vanidad, vanagloria, soberbia -. Parece que cualquier forma de expresar el orgullo que sentimos por nosotros mismos es obscena y escandalosa, una ofensa de las graves. En nombre de la modestia, agachamos la cabeza avergonzados ante los cumplidos y nos apresuramos a neutralizarlos por miedo a que se nos tache de arrogantes. Al final, parece que los halagos nos hacen sentir incómodos y sorprendentemente nos cuesta más trabajo lidiar con los piropos que con las críticas.
Pues como de modestia va la cosa, en mi modesta opinión resulta ridículo que neguemos nuestras propias virtudes. No entiendo eso de que nos esté vetado percibir nuestra inteligencia, nuestra belleza o nuestro talento. Dudo que Gisele Bundchen se plante ante un espejo y no se encuentre cara a cara ante una mujer monumental, igual que me cuesta creer que Pablo Neruda tuviese una concepción mediocre de sus versos o que Michael Jackson se considerase un artista ‘del montón’. Por eso, lo cierto es que, puestos a elegir, me quedo con un chulo redomado antes que con un falso modesto de esos que cuanto más refutan su genialidad, más se les inflama el ego.
No me malinterpretéis, tampoco se trata de caer en una devoción de yo, yo y otra vez yo, que todos sabemos dónde acabó Narciso. Creer que nos hemos caído del Olimpo sólo nos condena a la soledad entre un puñado mortales que por no llegarnos ni a la suela del zapato, jamás alcanzará a mirarnos a los ojos. Admirarnos sanamente y con objetividad implica reconocer y celebrar los dones de los que nos rodean.
Por eso, yo simplemente abogo por una justa valoración de nosotros mismos, sin tabúes ni vergüenza a que nos tachen de engreídos. Si una mañana estás especialmente guapa, estás especialmente guapa, y punto. ¡Mírate al espejo las veces que haga falta y lánzate un beso si te da la real gana!
Al fin y al cabo, para aguantarnos toda la vida, ¡hace falta querernos mucho!