Con 26 años y la sofocante sensación de que de aquí a los 30 me quedan tres canciones del verano, empiezo a sentir la presión de pensar en el futuro. Pero pensar de verdad. Se me pasó la adolescencia esperando mensajes indescifrables en un Nokia y los años de universidad saltándome primera y dormitando la trasnoche de los jueves. Y ahora me encuentro con que los ‘venti pocos’ me los he gastado, que empiezo a tener ‘venti muchos’ y que cuando decía aquello de ‘de mayor voy a ser…’ tenía la seguridad incontestable de que sería mayor hace ya 24 uvas y ocho cuartos.
Tengo al futuro acosándome para que empiece a construirlo y no
tengo hecho ni el boceto. Sólo de pensar en hojear los días que me quedan por
vivir me entra la tiritona y la angustia se me hace bola. Pero si algo me
espanta más que nada es la ambición esa que dicen que hay que tener para ser un
‘Don alguien’ y que por más que me rebusco en los bolsillos no me encuentro por
ningún lado.
Me abruma el tarareo constante de los planes de otros, la apabullante
firmeza con que los sentencian. Llevan entre las cejas el convencimiento de
cada uno de sus triunfos y en sus agendas un contrato de cifras indecentes y la
decoración de un despacho propio con sillón de cuero como temas pendientes. Yo he intentado más de una vez achinar los ojos para mirar al
horizonte de mi vida, a ver si encuentro en qué curva de mi destino me está
esperando una casa que se mida en hectáreas y no en m2, pero por más que miro
no intuyo ni el contorno..
Mucho me han bombardeado con la importancia de apuntarse a la carrera con
la meta más alta y hacerse hueco en el podio, hasta obligarme a guardar por
mucho tiempo mi falta de ambición con la vergüenza de una beata con pecado
inconfesable. Y resulta que ahora, después de tanto dejarme morder por el
remordimiento de mis flojas pretensiones, me he dado cuenta de que al final yo
también soy ambiciosa, aunque tal vez con menos ostentación de la que se espera
de mí. Y lo digo sin bochorno.
Para empezar, tengo una ambición que no va corriendo detrás de
una nómina a la que le sobren ceros,
sino que más bien persigue poder hacer
lo que me gusta, y si no me toca esa suerte, al menos aprender a enamorarme de
lo que hago como termina por enamorarse siempre una de los hombres tenaces, sin
el arrebato del flechazo pero con la segura serenidad de la costumbre.
Con todo y mi condición de mujer, reconozco que también se me ha
traspapelado el deseo de arrastrar algún día
el frufrú de un velo blanco y consentir que de un hombre sólo me separe
la muerte. Lo que de verdad quisiera, es ser capaz de cruzar de la pasión
impaciente de un comienzo al sosiego cómplice
de los que han terminado de descubrirse del todo con la ternura intacta.
Confieso, por lo mismo, que me agotan los niños si me los
prestan más de un ratito, que me da miedo sujetar un bebé por si se me rompe y
que soy una firme candidata a la depresión post parto porque no imagino tedio
peor que dedicar la vida a estar pendiente del próximo berrinche que llegue
desde una cuna, con las ojeras crónicas y la cintura echada a perder. Sin
embargo, acaso porque la contradicción me sigue cada vez que hago y requiero,
en mi lista de deseos que voy a concederme
está el de ver cómo me sienta la tripa de embarazada al menos una vez en la
vida y reconocerme algún día en los pliegues de las orejas de un ser humano que
sea lo más mío que haya tenido nunca.
Yo que me creía vana en materia de ambiciones y ahora que he
sabido identificarlas me desbordan... Entre tanta aspiración a la que aspiro me queda toda una ristra.
Quisiera que al cabo de mi vida cuando mi cerebro arrugado de tanto vivir y pensar - y más soñar, si es posible- haga la cuenta, sumen más los encuentros y reencuentros que las despedidas, igual que ansío aprender llorar la rabia de las desdichas hasta hartarme, para llegar serena cuando me toque volver a tratar con la felicidad. Y por supuesto, que no se me olvide tener la nostalgia siempre a mano para recordar que fui afortunada.
Quisiera que al cabo de mi vida cuando mi cerebro arrugado de tanto vivir y pensar - y más soñar, si es posible- haga la cuenta, sumen más los encuentros y reencuentros que las despedidas, igual que ansío aprender llorar la rabia de las desdichas hasta hartarme, para llegar serena cuando me toque volver a tratar con la felicidad. Y por supuesto, que no se me olvide tener la nostalgia siempre a mano para recordar que fui afortunada.
Pretendo con idénticas ganas hacerme vieja con los mismos con
quienes fui joven, mis amigos, y con un puñado más que se me vayan enganchando
en el camino y se hagan para siempre.
Procuraré asimismo conservar con mimo de
coleccionista, intacto y sin rayones, el disco de mi memoria dónde grabé la
risa de fiera mansa de mi padre para que me siga sonando en los oídos con la
misma nitidez que si nos riésemos juntos. Y no olvidarme en mis reposos de
dejarle la puerta de mi REM abierta, para que se me siga colando en los sueños,
él y todos los que me vayan faltando, y así no tener que despedirme nunca del
todo.
Por último, para no ansiar con
excesos que tampoco quisiera rozar la
codicia, más que vivir encumbrada, ambiciono morirme sin que me duela,
mucho menos la emoción, satisfecha y sin nada de qué arrepentirme. Que mientras exista,
tenga el ánimo entrenado para despertarme cada día con el arrojo de una
guerrera y rendirme cada noche a la narcosis con la paz de una bendita.