Yo creía que el respeto era algo que se debía al prójimo,
como se debe amor a los hijos o duelo a la muerte, porque sí, sin preguntas ni
peros. Jamás se me ocurrió dudar que alguien que me ha besado el ombligo
pudiese haber compartido tanta intimidad y haberse guardado la deferencia. Me
asombra, más que me pesa, que por llevar curvas se nos lleve también la cuenta
de con cuántos hemos dormido o de qué manera, y que tras la suma se nos conceda
o se nos niegue el dudoso honor de ser dignas de su decoro. Yo pensaba que
llegados a este punto de la historia, en el rincón del mundo en que respiro, las
mujeres habíamos dejado de llevar la honra entre las piernas, y más aún, que el
honor de un hombre residía precisamente en saber sentir a las mujeres como
iguales tanto en lo que hacen vestidas, como en lo que hacen desnudas. Pero
parece que en lo segundo se les embota la tolerancia y se les nubla la
justicia, y que si bien avanzan los tiempos, las ideas se les vuelven perezosas
y esas no marchan más que a pasitos.
Es verdad que ya no se nos exige manchar de rojo la cama
para hacernos respetables -¡Gracias a Dios!-, sin embargo se estudia hasta
donde besamos en el primer encuentro y se repasa la lista de con quién hemos
brincado entre las sábanas como súmmum a la hora de valorarnos. Si creen que
nos hemos excedido en las pasiones, nos convertimos en mera estación de
desahogo sin pararse a descubrir qué cantamos en el coche, si cambiamos el
azúcar por sacarina o sabemos hacer reír a las lágrimas. Se llegan a perder
tantas cosas por ser tan absurdos que casi hasta me dan pena. A más de uno y a
más de dos se les habrá extraviado el amor de su vida en el montón de las que ‘están para divertirse’ y habrán
acabado casados con esa una supuesta decencia con la que no se divierten nada.
Me cuesta entender esa obsesión por el recato femenino
cuando se trata de placeres. Tal vez sea simple vanidad por ser el primero, el
único, el elegido. O quizás el puro miedo a ser ese ‘uno más’ con el que a
nosotras nos censuran. Aún no saben que a las mujeres nos hicieron con el alma
generosa y cortés, para entregar a cada quién su trocito de importancia, así
nos dure la ternura una semana, unas horas o la vida entera.
Está de más decir que a mí no me cabe la vergüenza en la
dicha de estrenar cuantos amores se me crucen, ni de explorar en sus cuerpos lo
que se me antoje. Por lo mismo, no me ofende que me niegue el respeto un hombre
que se ha dado la autoridad de convertirme en paria por haber recibido más
caricias de las que soporta. Como tampoco me alivia, ni mucho menos me halaga
que me conceda su respeto con la suficiencia del que se atreve a juzgar.
El único respeto que ambiciono es el que me tengo a mí misma,
que por suerte es mucho. Y si existe quién consiente en respetarme sólo bajo
condiciones, él es quién no merece esa consideración que decide negar. Con todos mis respetos.