martes, 12 de junio de 2012

Con todos mis respetos

Se le ocurrió decirme un día a un hombre con el que se me había enredado el deseo que me respetaba. Sorpresa la mía, que lo daba por hecho, cuando me di cuenta de que él esperaba que aquella revelación me hinchase el orgullo. Será que por ser mujer me ha tocado tener que merecerme el respeto de un hombre. O que a ellos, por nacer hombres, se les concede el derecho a decidir si somos acreedoras del mismo o no lo somos.

Yo creía que el respeto era algo que se debía al prójimo, como se debe amor a los hijos o duelo a la muerte, porque sí, sin preguntas ni peros. Jamás se me ocurrió dudar que alguien que me ha besado el ombligo pudiese haber compartido tanta intimidad y haberse guardado la deferencia. Me asombra, más que me pesa, que por llevar curvas se nos lleve también la cuenta de con cuántos hemos dormido o de qué manera, y que tras la suma se nos conceda o se nos niegue el dudoso honor de ser dignas de su decoro. Yo pensaba que llegados a este punto de la historia, en el rincón del mundo en que respiro, las mujeres habíamos dejado de llevar la honra entre las piernas, y más aún, que el honor de un hombre residía precisamente en saber sentir a las mujeres como iguales tanto en lo que hacen vestidas, como en lo que hacen desnudas. Pero parece que en lo segundo se les embota la tolerancia y se les nubla la justicia, y que si bien avanzan los tiempos, las ideas se les vuelven perezosas y esas no marchan más que a pasitos.

Es verdad que ya no se nos exige manchar de rojo la cama para hacernos respetables -¡Gracias a Dios!-, sin embargo se estudia hasta donde besamos en el primer encuentro y se repasa la lista de con quién hemos brincado entre las sábanas como súmmum a la hora de valorarnos. Si creen que nos hemos excedido en las pasiones, nos convertimos en mera estación de desahogo sin pararse a descubrir qué cantamos en el coche, si cambiamos el azúcar por sacarina o sabemos hacer reír a las lágrimas. Se llegan a perder tantas cosas por ser tan absurdos que casi hasta me dan pena. A más de uno y a más de dos se les habrá extraviado el amor de su vida en el montón  de las que ‘están para divertirse’ y habrán acabado casados con esa una supuesta decencia con la que no se divierten nada.

Me cuesta entender esa obsesión por el recato femenino cuando se trata de placeres. Tal vez sea simple vanidad por ser el primero, el único, el elegido. O quizás el puro miedo a ser ese ‘uno más’ con el que a nosotras nos censuran. Aún no saben que a las mujeres nos hicieron con el alma generosa y cortés, para entregar a cada quién su trocito de importancia, así nos dure la ternura una semana, unas horas o la vida entera.

Está de más decir que a mí no me cabe la vergüenza en la dicha de estrenar cuantos amores se me crucen, ni de explorar en sus cuerpos lo que se me antoje. Por lo mismo, no me ofende que me niegue el respeto un hombre que se ha dado la autoridad de convertirme en paria por haber recibido más caricias de las que soporta. Como tampoco me alivia, ni mucho menos me halaga que me conceda su respeto con la suficiencia del que se atreve a juzgar.

El único respeto que ambiciono es el que me tengo a mí misma, que por suerte es mucho. Y si existe quién consiente en respetarme sólo bajo condiciones, él es quién no merece esa consideración que decide negar. Con todos mis respetos.