martes, 28 de enero de 2014

Mi persona favorita

Tengo la suerte de llevar en el linaje a una mujer que es un privilegio. No ha sido pionera de nada, jamás le han prendido medallas, y tampoco le ha prestado su nombre a la Historia, ni la Historia ha querido pedírselo. Pero ha enfrentado el desastre de la vida durante 90 años sin pisar ni una vez la calle con el pelo en desorden y eso es como para admirárselo.

Aún le queda mucho verde en los ojos aunque el tiempo se empeñe en desteñírselos y las arrugas le han dejado en paz porque todavía se la creen joven. Yo sé que es de otro siglo porque me gusta pedirle que me cuente sus recuerdos hambrientos de la guerra en Madrid y sin embargo, vive en el siglo de ahora sin que le quede incómodo, como si se hubiese equivocado el destino mandándole nacer en otra época.

Hubiera podido ser alguien importante porque tiene nariz de actriz de Hollywood y presencia de emperatriz. Pero se contentó con dedicarse a ser sólo nuestra e hizo de su manada el triunfo de su paso por el mundo. Será esa la razón de que lleve siempre en la cabeza un alboroto de preocupaciones que no le son propias: sufre con las peleas de enamorados de las nietas, con las derrotas deportivas de los nietos o con la última factura del hijo al que se le complica el mes. Y con la misma pasión con que se angustia con nuestras catástrofes, se entusiasma con los triunfos de cada uno, como si la gloria al final fuese más suya que nuestra.

A veces me pregunto qué le damos nosotros a cambio, aparte del griterío en que convertimos su casa los domingos de cada semana desde que me alcanzan los recuerdos. Antes de que el tiempo le empezase a doler en los huesos, nos recibía con un banquete de reyes en su mesa de comedor que jamás alcanzamos a terminarnos. Se sentaba en su silla sin probar nada, pendiente de qué no le gustaba a quién y a quién le faltaba qué, levantándose a cada rato para ir a buscar algo en la cocina y dispuesta a empanarme lo que le pidiese en cuanto me veía arrugar la nariz. No entiendo con qué autoridad rechazaba yo alguno de esos sabores mágicos que se inventaba cuando apenas asomaba los ojos por encima del tablero, ni como me lo permitía ella. Pero si lo pienso, sería imposible llevar la cuenta de las cosas que me ha consentido siempre sin hacer caso a los reproches de nadie.

Es verdad que todavía le quedan ideas antiguas que hablan de recato en las mujeres y de deberse a un solo hombre para la eternidad. Y aún así ha dejado de importarle que yo haya acumulado amores como para 3 vidas sin cumplir los treinta y que aún no me decida a ponerme un anillo que me comprometa a alguien a perpetuidad. Lo único que le preocupa, más que la indecencia de tantas conquistas es, como ella dice, que me quede ya sin nadie a quién rechazar.

Por eso no siempre estamos de acuerdo. Nos separan muchos años y muchas horas de misa y rosario que a mí me faltan. Eso de acumular  pasiones a ella le resulta obsceno, igual que a mí mentira un solo amor para siempre. Hasta el día que la vi a besar al cadáver de su marido en los labios, sin importar quién la veía, ni lo fría que está la muerte. Hasta que la oí decirle desolada: ‘Amor mío, ya no vuelves a casa conmigo’ y me creí definitivamente que había vivido más de 50 años enamorada del mismo hombre.

De ella he aprendido que sí que existe amar a la misma persona desde el principio hasta el término de una vida sin que sea al final más una cuestión de costumbre que de adoración. Y yo aún no he sabido convencerla de que hay que querer a muchos para asegurarse de elegir al bueno. Acaso será que quién está equivocada es una servidora. Y tendré que darle la razón ese hombre al que tanto quiso, porque era imposible no quererle, cuando me decía desde la irrefutable autoridad de su bigote blanco que más sabe el diablo por viejo que por diablo.

Si vuelvo al principio de mis memorias, me encontraré seguro con algún primer recuerdo que huela a ella. Acurrucada en la generosidad de su pecho esponjoso, escuchándole cantar a media voz siempre la misma nana inventada. O sentada en los dominios de su cocina, dónde era reina y soberana, mezclando en un plato ingredientes que sobraban para creerme que cocinábamos juntas. Su casa siempre fue el mejor recreo y ella la mejor compañera de juegos que he tenido, junto con mi hermana.

Hoy que he crecido, prefiero sentarme a su lado y preguntarle por esa vida suya antes de mí que me he perdido. Y me da rabia no haber estado ahí para verla cuando era joven. Cuando la oigo hablar indignada de algo que no comprende, y reírse con escándalo de lo que le divierte; cuando me adivina las penas escondidas por más que las disimule, o cuando me pide que la acompañe a su armario para decidir juntas qué se pone hoy, pienso sinceramente que si el azar me hubiese puesto en su mismo tiempo pero fuera de su familia, la hubiese elegido como mi mejor amiga.

Hay días que me entra el miedo de que me falte, le abrazo y le pido: ‘Abuela, no te mueras’. Ella me mira espantada, como pensando que he tenido algún presentimiento y yo añado para tranquilizarla: ‘Es que eres de mis personas favoritas del mundo.’ Y ella me contesta para tranquilizarme a mí: ‘Entonces, es recíproco.’