martes, 7 de mayo de 2013

Suerte


Me preguntaba quién vino a borrarme la estrella que me brillaba en la frente desde que asomé la nariz al mundo. En el transcurrir de qué noche y con cuánto sigilo para que no me diera ni cuenta.

Pero me la quitó, yo que me la creía eterna, que había vivido hasta entonces sin otro pesar que algún desamor inconsolable al que terminé por encontrar consuelo. Yo, que di por hecha la fortuna de una familia completa, de los ruidos de mi casa hasta que me cansase de ellos, de cada oportunidad y capricho al alcance de un sobresaliente o de un ‘por favor, papá’. Se me olvidó creerme que a lo próspero le sobreviene lo adverso, que la riqueza se hace pobreza, que la salud termina en enfermedad y sobre todo que la muerte separa.

Y así, con la misma naturalidad con que me salió hasta entonces ser feliz sin darme cuenta, me vino al encuentro la adversidad y la fui asimilando sin mucho trámite, hasta que un día levanté las pestañas y descubrí el mismo mundo pero brillaba menos y pesaba más.

Supuse entonces que tal vez había sido abusiva la dicha que se me había concedido hasta entonces sin valorarla ni pensar si quiera en merecérmela. Así que me puse a escuchar la prédica de tantos eruditos de la felicidad que juraban que la ventura no es un derecho ni cae de las nubes, que uno si la quiere no puede quedarse a esperarla, sino empezar a construirla. Y como yo no sabía vivir sin mi buena fortuna, me puse a intentar armarla de nuevo.

Saqué a tientas los escombros que quedaron tras la catástrofe y derribé de un grito cada callejón sin salida para poder escaparme de lo que me atormentaba. Y una vez con la superficie barrida de desniveles, una vez que me quedó más o menos despejado el terreno de lo que entorpecía, me pareció que se filtraba la luz por algún lado, como se cuela el sol temprano por las rendijas de una persiana mal cerrada. 

Era más esa claridad tamizada de lo que había tenido en mucho tiempo, y sin embargo aún no bastó para sentirme satisfecha...

Y  ocurrió que un día, en medio de las briznas de luz que había conseguido poner a flotar, llegó inesperada y súbita una alegría, el sobresalto de un milagro minúsculo que no había reclamado a ningún Dios y por el que no había batallado porque ni se me ocurrió desearlo. No me costó reconocerlo porque yo había tratado con lo mismo antes: aquello era suerte. De esa que uno no se gana sino que se encuentra por casualidad, repentina y radiante. Una dosis diminuta, pero suerte al fin y al cabo. La suerte haciéndome cosquillas otra vez, la que me creí perdida sin remedio, brillándome descarada en la punta de los pies.

Cómo cuando chispea, levanté la palma de la mano hacia dónde flotan las nubes, esperando que me mojase los dedos otra gota de fortuna. La pura verdad es que aún no me ha vuelto a salpicar, pero nunca la lluvia, ni la más liviana, se aparece con una sola gota. 

Casi siento pendiendo en el aire la pesada humedad de lo que está por caerme encima. Así que espero, ya sin esperanza sino con certeza, la sensación fría de la siguiente punta de agua hundiéndoseme en el pelo o resbalándome por la frente. Porque aquella primera gota que se le escurrió al cielo no puede ser sino el preludio de un aguacero.