lunes, 19 de enero de 2015

Nunca


Nunca, ni en el más miserable de mis días, he sido capaz de ser desgraciada por un día entero sin concederme una tregua. Nunca, y estoy segura de eso, porque no se me olvida la liviandad de la risa aligerando el peso de mis párpados mojados, incluso una madrugada de junio en que creí que sufrir sería para siempre. Qué importa si fueron segundos, o algún minuto malogrado. El caso es que existió un instante de paz y hasta de contento en mitad del desconsuelo, y que no sólo existió entonces, sino que siempre existe.

Quién quiera que nos puso en el mundo, nos libró de la capacidad de penar sin descanso. Y creo que no celebramos como merece ese talento nuestro de nunca conseguir una desdicha constante y definitiva.

Bendita sea la distracción de esas bromas nubladas cuando algo duele insoportablemente dentro. Bendita la alegría fugaz y borrosa que nos permitimos para no morir de pena. ¿Cómo es que se padece con tanta ceremonia y nadie le rinde un honor siquiera al viento de la risa cuando nadie lo esperaba? Qué milagro ese de reír con lágrimas, y qué torpeza la nuestra que por común lo dejamos pasar sin  advertirlo.  

A veces se me ocurre que es con ese llanto abandonado con el que deberían regarnos la cabeza cuando nos presentamos al mundo, y no con aquel agua insípida que nada ha vivido y nada tiene que decir. Uno se presentaría a los Dioses berreando dentro de su faldón de organza, y ellos le devolverían el saludo mojándole de la promesa de que aún en sus peores miserias habrá sitio para una sonrisa, así sea por despiste.