viernes, 6 de diciembre de 2013

Qué triste un mundo... (DEP Nelson Mandela)

Qué triste un mundo que amanece sin la leyenda viva que era Mandela. La prueba aún palpable de que la reconciliación y el perdón siempre llevarán mucho más lejos que la venganza, de que el compromiso tenaz con una idea de justicia es un triunfo en sí mismo, independientemente de lo que finalmente se logre (y que afortunadamente se logró). Un hombre que demostró que estar descalzo, cautivo y sometido al trabajo forzoso no significa ser un hombre humillado y vencido, y más inaudito aún: que 27 años sin libertad pueden no ser 27 años perdidos.

Qué triste un mundo que ha hecho mortal hasta a quién no debería serlo, dejándonos huérfanos del ejemplo superviviente del preso 46664. Ese terrorista negro que tantas veces rechazó la libertad a cambio de su renuncia a la violencia y que terminó por dar una lección de humanidad a la propia humanidad, que de humana no tiene tanto. Ese condenado a perpetuidad del que aprendimos que si algo deber ser perpetuo, esos son los ideales y que al final, la perseverancia paciente –y más cuando es pacífica- es la gloria de toda lucha. Pero superior a su empeño indestructible, fue la razón del mismo, su cierta convicción de que en esta Tierra hay lugar para todo el mundo y que ningún ser humano tiene más valor que otro.

Descanse en paz Madiba, esa leyenda viva que desde ayer es algo aún mejor aunque más simple: simplemente, LEYENDA.





jueves, 28 de noviembre de 2013

Echar de menos...

Tengo un buen amigo al que le puede la curiosidad más que el pudor - no por nada es periodista – que siempre sabe hacerme preguntas que otros se guardan por incómodas y que sin embargo yo la mayoría de las veces le agradezco. Desde que me tocó ponerme de luto se empezó a interesar en el duelo que se arrastra sí o sí tras la pérdida, tal vez porque ha encontrado en mí una interlocutora dispuesta a responderle sin omisiones todas sus entrevistas. Yo estoy encantada de contestar, en realidad me hace hasta un favor. No encuentro mucha gente a la que arrojarle mis reflexiones en torno a la muerte sin violentarles. En realidad, pocos son los que preguntan ya, más allá de la fecha fijada en la esquela, qué tal se te da seguir en la vida con el roto de la ausencia. Tienen miedo de invocar un recuerdo, como si esa pregunta resucitase una tragedia olvidada, sin saber que esa pena te sigue irremediablemente por dónde vayas aunque no la oigan hacer ruido.

Cuántas veces los dolientes, aún al cabo de tantos meses que se han vuelto años, queremos chillar y seguir llorando con la misma rabia del día siguiente, y arrancarnos las ropas y hasta los pelos, pero no lo hacemos por deferencia a los demás, porque entendemos que nuestro dolor es incómodo pasado un tiempo cuándo el mundo ha girado en otro ángulo y se le ha perdido de vista lo que pasó. Menos mal que yo tengo a este amigo, que me remueve las heridas de tanto en tanto sin culpa alguna, que me escucha más curioso que compasivo, y me permite derramarle encima todas mis cavilaciones y mis tormentos sin miedo a perturbarle.

Hace no mucho que nos vimos y en medio de la cháchara se le cayó una de sus consultas delicadas que él suelta como quién pregunta por el último libro que te has leído, sin ceremonia, tan natural como al final es todo lo que ocurre en la vida, y no digamos la muerte, que nos va a pasar a todos.
- ¿Te acuerdas de él cada día?
- Cada minuto. – me oí contestarle.  Y me sorprendí. No mentía. En cada fracción de tiempo aunque sea la más mínima, en cada acontecer de cada día y cada noche, por cotidiano o por sorpresivo que sea, yo pienso en mi padre. Digo que me sorprende porque tenía entendido que el tiempo todo lo cura, hasta la peor de las desesperaciones. Pero desde luego no ésta, que aunque se aquieta -porque nadie es capaz de vivir para siempre con la cólera desamparada del principio- nunca remite, y al menos un minuto cada día me enciende una urgencia indomable de que me lo devuelvan.

Yo sé que los abandonos terminan por olvidarse aunque al principio se nos haga intolerable la idea de que esa persona falte. También sé que hay a quién se acaba queriendo de lejos, con la remota esperanza de un reencuentro que acaba siendo más fantasía que ganas. Me ha pasado con amigos y también con amores que son más difíciles de despegar. Pero, cuándo te arrancan a alguien sin consentimiento de nadie, cuándo no te queda ni recurso a la ilusión de volver tal vez a cruzártelo a la vuelta de alguna casualidad, entonces ¿con qué potestad olvidas?

Aún menos a un padre, incondicional y único. Mucho menos al mío que era el alivio de mis remordimientos, el consuelo de mis desamores, la paz de mis inquietudes. El ancla que me sujetaba frente a la deriva. El que me quería sin reproches por más que le engañara sin disimulo y le abandonara por otros para volver empapada en desengaño a oírle decir: ‘Si yo tuviera veinte años, me enamoraría de ti’. Mi padre, el único hombre de mi vida que siempre iba a estar y estaba disponible y dispuesto a cualquier hora de cualquier madrugada, para cualquier desvarío que se me ocurriese.

¿Cómo voy a olvidarme si quiera un segundo de que estuvo y ahora falta? ¿Cómo voy a verle nunca como el recuerdo remoto de alguien que me pasó en la vida? Me lo volví a plantear y entendí que no dejará de dolerme, ni dejaré de pensarle ni uno sólo de mis días, así pasen 100 años o los que me dure existir. Le echaré de menos con la misma impaciencia que si acabase de marcharse, porque no me sale de otra forma, y porque no hacerlo sería la peor de las traiciones. Primero a él, que se merece mis memorias hasta que se me apaguen. Después a mí, por olvidarme olvidándolo de una parte muy densa de lo que soy.


Así que definitivamente sí, me acuerdo de él todos los días, y a todas horas, incluso cuando pienso que no pienso y me entretengo en cualquier asunto de una vida que hoy rueda sin él. Y por primera vez tengo la seguridad de que esta añoranza no se cura con el tiempo como me pasó con otras, ni con recuerdos nuevos que tapen los de antes. No hay remedio para esto, ni me lo permitiría, porque la herida se su falta no admite cicatriz. 

martes, 7 de mayo de 2013

Suerte


Me preguntaba quién vino a borrarme la estrella que me brillaba en la frente desde que asomé la nariz al mundo. En el transcurrir de qué noche y con cuánto sigilo para que no me diera ni cuenta.

Pero me la quitó, yo que me la creía eterna, que había vivido hasta entonces sin otro pesar que algún desamor inconsolable al que terminé por encontrar consuelo. Yo, que di por hecha la fortuna de una familia completa, de los ruidos de mi casa hasta que me cansase de ellos, de cada oportunidad y capricho al alcance de un sobresaliente o de un ‘por favor, papá’. Se me olvidó creerme que a lo próspero le sobreviene lo adverso, que la riqueza se hace pobreza, que la salud termina en enfermedad y sobre todo que la muerte separa.

Y así, con la misma naturalidad con que me salió hasta entonces ser feliz sin darme cuenta, me vino al encuentro la adversidad y la fui asimilando sin mucho trámite, hasta que un día levanté las pestañas y descubrí el mismo mundo pero brillaba menos y pesaba más.

Supuse entonces que tal vez había sido abusiva la dicha que se me había concedido hasta entonces sin valorarla ni pensar si quiera en merecérmela. Así que me puse a escuchar la prédica de tantos eruditos de la felicidad que juraban que la ventura no es un derecho ni cae de las nubes, que uno si la quiere no puede quedarse a esperarla, sino empezar a construirla. Y como yo no sabía vivir sin mi buena fortuna, me puse a intentar armarla de nuevo.

Saqué a tientas los escombros que quedaron tras la catástrofe y derribé de un grito cada callejón sin salida para poder escaparme de lo que me atormentaba. Y una vez con la superficie barrida de desniveles, una vez que me quedó más o menos despejado el terreno de lo que entorpecía, me pareció que se filtraba la luz por algún lado, como se cuela el sol temprano por las rendijas de una persiana mal cerrada. 

Era más esa claridad tamizada de lo que había tenido en mucho tiempo, y sin embargo aún no bastó para sentirme satisfecha...

Y  ocurrió que un día, en medio de las briznas de luz que había conseguido poner a flotar, llegó inesperada y súbita una alegría, el sobresalto de un milagro minúsculo que no había reclamado a ningún Dios y por el que no había batallado porque ni se me ocurrió desearlo. No me costó reconocerlo porque yo había tratado con lo mismo antes: aquello era suerte. De esa que uno no se gana sino que se encuentra por casualidad, repentina y radiante. Una dosis diminuta, pero suerte al fin y al cabo. La suerte haciéndome cosquillas otra vez, la que me creí perdida sin remedio, brillándome descarada en la punta de los pies.

Cómo cuando chispea, levanté la palma de la mano hacia dónde flotan las nubes, esperando que me mojase los dedos otra gota de fortuna. La pura verdad es que aún no me ha vuelto a salpicar, pero nunca la lluvia, ni la más liviana, se aparece con una sola gota. 

Casi siento pendiendo en el aire la pesada humedad de lo que está por caerme encima. Así que espero, ya sin esperanza sino con certeza, la sensación fría de la siguiente punta de agua hundiéndoseme en el pelo o resbalándome por la frente. Porque aquella primera gota que se le escurrió al cielo no puede ser sino el preludio de un aguacero.