miércoles, 14 de noviembre de 2012

Re-VIVIR

No hay mayor condena que la que nos ata al mundo, porque nos toca acompañarlo en cada vuelta y recibirlo entre los párpados con cada mañana. Digo que es una condena no tanto por penosa -aunque también a veces- sino por impuesta. Es imposible convencer al cosmos de que apague la luz de un mediodía o de que no desnude a los árboles cuando toca noviembre. Sigue funcionando el tiempo y aleteando la vida hasta cuando nos resulta indecente y nos pasa que lo tomamos por insolencia, pero tal vez sea una fortuna.

Si algo sé es que no existe existir sin desastres, que por más prosperidad que llevemos  garabateada en las rayas de la mano a todos nos espera en algún cruce la ansiedad de un abandono o la frustración de un fracaso con su dolor furioso e insoportable.

Quién no ha querido de pura rabia romper de un grito el eje del mundo y dejarlo a oscuras. Volver el tiempo hielo y el mundo silencio y poner al cielo a llover salado como un llanto de nubes. Pero nada se detiene y sigue afuera el bullicio del día a día con todo su descaro sin importarle que el desconsuelo y su desgana nos haya dejado inertes como muertos a pesar de que siga martilleando el pulso bajo la piel de las muñecas.

Me pregunto cómo será vestirse una escafandra e irse a flotar al espacio donde es noche perpetua y no te obliga el vaivén de la vida a seguirla cuando no tienes ganas. Pero seguimos irremediablemente pegados a la gravedad de la Tierra y su desorden, y por más que nos queramos detener aquí y ahora, nos tironea con su movimiento implacable. Así que seguimos viviendo por simple inercia, porque no hay entreacto desde que uno nace hasta que lo entierran, si bien por momentos no nos apetezca otra cosa que enrollarnos en un capullo igual que gusanos seda para no tener que seguir viendo el devenir de unos días que ya no provocan ni interés ni gusto.

No nos da tregua la vida aunque estemos agotados, y de tanto acompañarla aunque no queramos, nos sorprende de pronto en el camino algo que nos resucita. Al cabo de unos pasos hastiados se nos aparece la promesa de un éxito o el cosquilleo de un encuentro inesperado que nos cura como por milagro del desamparo que traíamos arrastrando. Recuperamos de repente todo lo que creíamos extinguido sin remedio, y más que nada el gusto del tiempo: la impaciencia porque llegue una fecha y el anhelo de que nunca acabe un día.

Contradecimos a nuestra terquedad volviendo a ser felices -¡quién lo diría!- a veces incluso más de lo que nunca fuimos antes de la catástrofe. Nadie se explica entonces, cuando vuelven a saltar los duendes en el estómago, cómo pudo querer apagar el mundo un día, ni cae en la cuente de la suerte que tuvo porque el mundo, imparable y obcecado, no le dejó. 

Y es que todos hemos creído alguna vez que nos faltaba algo esencial para seguir viviendo, sin saber que para vivir no necesitamos nada, sino la vida misma.