Si algo sé es que no existe existir sin desastres, que por
más prosperidad que llevemos garabateada
en las rayas de la mano a todos nos espera en algún cruce la ansiedad de un
abandono o la frustración de un fracaso con su dolor furioso e insoportable.
Quién no ha querido de pura rabia romper de un grito el eje
del mundo y dejarlo a oscuras. Volver el tiempo hielo y el mundo silencio y poner
al cielo a llover salado como un llanto de nubes. Pero nada se detiene y sigue
afuera el bullicio del día a día con todo su descaro sin importarle que el
desconsuelo y su desgana nos haya dejado inertes como muertos a pesar de que siga
martilleando el pulso bajo la piel de las muñecas.
Me pregunto cómo será vestirse una escafandra e irse a
flotar al espacio donde es noche perpetua y no te obliga el vaivén de la vida a
seguirla cuando no tienes ganas. Pero seguimos irremediablemente pegados a la gravedad de la
Tierra y su desorden, y por más que nos queramos detener aquí y ahora, nos tironea
con su movimiento implacable. Así que seguimos viviendo por simple inercia,
porque no hay entreacto desde que uno nace hasta que lo entierran, si bien por
momentos no nos apetezca otra cosa que enrollarnos en un capullo igual que
gusanos seda para no tener que seguir viendo el devenir de unos días que ya no
provocan ni interés ni gusto.
Contradecimos a nuestra terquedad volviendo a ser felices -¡quién
lo diría!- a veces incluso más de lo que nunca fuimos antes de la catástrofe.
Nadie se explica entonces, cuando vuelven a saltar los duendes en el estómago,
cómo pudo querer apagar el mundo un día, ni cae en la cuente de la suerte que
tuvo porque el mundo, imparable y obcecado, no le dejó.
Y es que todos hemos creído alguna vez que nos faltaba algo esencial para seguir viviendo, sin saber que para vivir no necesitamos nada, sino la vida
misma.