miércoles, 11 de enero de 2012

Quiero ser como Julieta

 ‘Extraño nacimiento del amor: que deba amar a mi enemigo peor’ recita Julieta al descubrir que el suyo es el más prohibido de los amores. Pero… ¿es verdad que DEBA amarle irremisiblemente? ¿Acaso carece de voluntad e inteligencia para huir espantada en cuanto le ve las orejas al lobo en lugar de correr a encontrarse con sus fauces?

¡Qué estúpida eres, Julieta! Si te hubieras secado el beso de Romeo con el dorso de la mano y te hubieras dado tres duchas de agua fría, hubieras vivido 100 años. Pero sobre todo no hubieras confundido a generaciones de mujeres con la idea de que el amor, si no duele, y trastorna, y te enfrenta con el mundo, y te ahoga en la angustia, no es amor del bueno.

Lo peor es que como Julieta y el tarado de su novio hay una infinidad de héroes y heroínas masoquistas que nos han hecho creer que no hay nada más romántico que la zozobra que provoca la pasión frustrada. Y nos han convencido. Suspiramos recordando el desasosiego del amante desgarrado, luchando contra el destino como el más fanático de los kamikazes, y deseamos que antes de morirnos nos toque un amor así, de novela, tan intenso y enfermizo que nos arranque de cuajo la cordura y nos deje el corazón en carne viva.

-‘¡Qué bonito!’ – exclamamos, extasiadas ante la tragedia de tantos personajes atravesados por la ansiedad tormentosa de querer lo prohibido o lo  imposible. ¿Qué clase de sádicas somos para hallar belleza en la desesperanza y el tormento de un ser humano? Más inconcebible aún, ¿cómo podemos ser tan enajenadas de anhelar correr su misma suerte?

Y pasa que, de tanto desear, la perversa Afrodita termina por ceder a nuestras súplicas. Nos encontramos de pronto intentando mantener el equilibrio sobre el abismo de un amor inviable, dañino, no correspondido o mal correspondido; y en lugar de devolver nuestros pasos temblorosos a tierra firme nos lanzamos al vacío entusiasmadas, sin arnés y sin red, culpando y agradeciendo al mismo tiempo a un destino al que ni siquiera hemos intentado oponer resistencia.
Ya no hay marcha atrás. Estamos prisioneras en un amor de esos que hipnotiza, que ciega, que arrampla con la voluntad, con la razón, con la quietud, con los recuerdos del pasado y con las metas del futuro. Un amor frenético y pasional, de tragedia griega o shakespeariana, con el que tanto habíamos soñado. Sin embargo, ahora que  nos ha alcanzado nos damos cuenta de que la idea de un amante que muere por amor no es tan poética cuando el que se abrasa por dentro es uno mismo.

Por lo general, concluimos la aventura más tarde que temprano, exhaustas, maltrechas y humilladas, con los nervios fundidos de tanto usarlos y el alma harapienta y rasgada.
Nos sentamos en nuestro rincón a intentar recomponer los pedazos de nuestra alegría de vivir y nuestro amor propio, con una herida abierta en el centro mismo de nosotras de la que estamos seguras no sanará jamás. Soplamos sobre las ascuas de una hoguera que no prende, intentando reducir a cenizas esa montaña de recuerdos que escuecen como sal en nuestra emoción llagada. Es entonces cuando repasamos el camino tortuoso que nos ha llevado hasta ahí y nos preguntamos si ha merecido la pena. ¿Era realmente este amor desquiciado tan emocionante y romántico como imaginaba? Está de más decir cuál es la respuesta.

¿Porqué el desenlace fatídico nos pilla por sorpresa? ¿Acaso se nos había olvidado que Julieta termina sus días con un puñal en el pecho?

Ahora en serio… ¿Quién quiere seguir siendo Julieta?