miércoles, 17 de octubre de 2012

La boda de mi mejor amigo

Era cosa de niñas soñar con la boda de una como si ese fuese el fin único del paseo que nos damos por la vida. Yo también fantasee con la mía hasta que se me afinó la cintura y me dieron ganas de gustarles a todos y angustia firmar un contrato perpetuo que me amarrase a un marido y a un hogar al que deberme. No fui yo la única que pospuso la idea, le fue pasando lo mismo a todas mis amigas, no digamos mis amigos, cuando empezaron a paladear tantas alternativas cómo ofrecía la libertad irresponsable que se nos presentaba a los jóvenes consentidos que éramos. Así que dejamos nuestro plan de boda olvidado quién sabe en qué rincón aprovechando que no habíamos nacido 50 años antes, que era lícito y hasta obligado probarlo todo sin levantar mucho escándalo y que alguien había inventado ya el arroz que no llegaba a pasarse.

Decidimos aplazar anillarnos de oro el anular, es cierto, pero extrañamente nunca se nos pasó por la mente renunciar. Y resulta que hace poco más de tres semanas me encontré sentada en la banqueta de una capilla, con la cabeza llena de laca y envuelta hasta los pies en un vestido de fiesta para ver al primero de mis amigos jurando la eternidad junto a la misma mujer. No era yo la única testigo de algo que aún me parece casi soñado. Ahí estábamos todos, con los pelos bien puestos y los trajes impolutos, adoptando el gesto más solmene que sabíamos. Éramos los de siempre: los mismos con los que he compartido mediodías de recreo, desvelos de risa floja, amaneceres descalza y fugas de punta a otra del mundo para ver a qué sonaba la noche fuera de Madrid. 


Mira que a mí no se me había ocurrido que nos fuese a alcanzar nunca del todo la madurez como para ponernos a construir familias, pero ese día, me tocó ver como se le mojaban las pestañas a uno de mis mejores amigos al ver aparecer el balanceo de organza que se acercaba al altar. Prometió todo lo que se le fue requiriendo y dijo que sí, que quería, sin que se le atragantase la voz. Entonces, siguiendo el guión de todas las bodas, se hizo la emoción y las mujeres se la secaron con el piquito de sus pañuelos y los hombres se la tragaron con ruido porque les apretaba en la garganta.


 A mí me conmovió como a todos, claro. O más bien me admiró, porque siempre me parecerá un prodigio que alguien acumule tanta seguridad para jurar que nunca va a aburrirse de besar el mismo aliento cada mañana. Sin embargo, también sentía removerse algo debajo del escote, y yo hubiese querido temblar de dicha pura y dura, pero sabía que era de pena. De pronto me pesó el juicio que los años me habían ido soplando encima y se me había acumulado sin darme yo ni cuenta. Por supuesto que algo nos quedaba todavía de los imprudentes que estábamos acostumbrados a ser, pero lo éramos menos y con más mesura cada vez, por más cría e insensata que yo me siguiese creyendo. Por eso, no eran tanto ver a un amigo cambiar de estado civil lo que me daba vértigo, era más comprobar que lo asumíamos sin rebelarnos y sin espanto, haciéndole hueco en nuestra normalidad. Así que ese día, con los novios rozándose castamente los labios como si no se hubiesen mordisqueado ya la piel hasta la última esquina, me entró como una especie de añoranza precoz del tramo de vida en el que aún existía pero que presentía se me estaba acabando y me puse a echarlo de menos como si ya lo hubiese consumido. Me dio de pronto por querer vivir para siempre en esta época dorada que los que ya visten canas rememoran siempre con chispitas en los ojos y cuyo nombre empecé a entender en ese instante mismo: ‘los años de soltero’. 



Ya sé que no era mi boda y que para mi tranquilidad seguía soltera aunque no tan entera. Sin embargo, sentía que con ella empezaba a transmutar también mi mundo Los que nos juntamos aquella tarde habíamos caminado juntos la despreocupación de la infancia, la confusión de la adolescencia y el alboroto de la juventud y ahora a uno de nosotros le brillaba una alianza en el dedo.Por eso, ese compromiso suyo era el anuncio del que sería el mío y de la vida ordenada y formal que llevaríamos todos. 

Esa noche la terminamos de día con los tacones en la mano, la corbata en el bolsillo y los ojos de vidrio de tanto brindar a la salud de los novios. Seguíamos agitados de juventud o eso me pareció… Con todo, cuando llegué a casa terminada ya la madrugada, me acerqué mucho al espejo para contar en cuantas rayitas se me plegaban los ojos al sonreír. Será que las conté mal o que las miré con la idea ya preconcebida de que me estaba haciendo mayor, pero a mí me parecieron más que la mañana anterior.