Tengo un buen amigo al que le puede la curiosidad más que el
pudor - no por nada es periodista – que siempre sabe hacerme preguntas que otros
se guardan por incómodas y que sin embargo yo la mayoría de las veces le
agradezco. Desde que me tocó ponerme de luto se empezó a interesar en el duelo
que se arrastra sí o sí tras la pérdida, tal vez porque ha encontrado en mí una
interlocutora dispuesta a responderle sin omisiones todas sus entrevistas. Yo
estoy encantada de contestar, en realidad me hace hasta un favor. No encuentro
mucha gente a la que arrojarle mis reflexiones en torno a la muerte sin
violentarles. En realidad, pocos son los que preguntan ya, más allá de la fecha
fijada en la esquela, qué tal se te da seguir en la vida con el roto de la
ausencia. Tienen miedo de invocar un recuerdo, como si esa pregunta resucitase
una tragedia olvidada, sin saber que esa pena te sigue irremediablemente por
dónde vayas aunque no la oigan hacer ruido.
Cuántas veces los dolientes, aún al cabo de tantos meses que
se han vuelto años, queremos chillar y seguir llorando con la misma rabia del
día siguiente, y arrancarnos las ropas y hasta los pelos, pero no lo hacemos
por deferencia a los demás, porque entendemos que nuestro dolor es incómodo
pasado un tiempo cuándo el mundo ha girado en otro ángulo y se le ha perdido de
vista lo que pasó. Menos mal que yo tengo a este amigo, que me remueve las
heridas de tanto en tanto sin culpa alguna, que me escucha más curioso que
compasivo, y me permite derramarle encima todas mis cavilaciones y mis
tormentos sin miedo a perturbarle.
Hace no mucho que nos vimos y en medio de la cháchara se le
cayó una de sus consultas delicadas que él suelta como quién pregunta por el
último libro que te has leído, sin ceremonia, tan natural como al final es todo
lo que ocurre en la vida, y no digamos la muerte, que nos va a pasar a todos.
- ¿Te acuerdas de él cada día?
- Cada minuto. – me oí contestarle. Y me sorprendí. No mentía. En cada fracción de
tiempo aunque sea la más mínima, en cada acontecer de cada día y cada noche,
por cotidiano o por sorpresivo que sea, yo pienso en mi padre. Digo que me
sorprende porque tenía entendido que el tiempo todo lo cura, hasta la peor de
las desesperaciones. Pero desde luego no ésta, que aunque se aquieta -porque
nadie es capaz de vivir para siempre con la cólera desamparada del principio-
nunca remite, y al menos un minuto cada día me enciende una urgencia indomable de
que me lo devuelvan.
Yo sé que los abandonos terminan por olvidarse aunque al
principio se nos haga intolerable la idea de que esa persona falte. También sé
que hay a quién se acaba queriendo de lejos, con la remota esperanza de un reencuentro
que acaba siendo más fantasía que ganas. Me ha pasado con amigos y también con
amores que son más difíciles de despegar. Pero, cuándo te arrancan a alguien
sin consentimiento de nadie, cuándo no te queda ni recurso a la ilusión de
volver tal vez a cruzártelo a la vuelta de alguna casualidad, entonces ¿con qué
potestad olvidas?
Aún menos a un padre, incondicional y único. Mucho menos al
mío que era el alivio de mis remordimientos, el consuelo de mis desamores, la
paz de mis inquietudes. El ancla que me sujetaba frente a la deriva. El que me
quería sin reproches por más que le engañara sin disimulo y le abandonara por otros
para volver empapada en desengaño a oírle decir: ‘Si yo tuviera veinte años, me
enamoraría de ti’. Mi padre, el único hombre de mi vida que siempre iba a estar
y estaba disponible y dispuesto a cualquier hora de cualquier madrugada, para cualquier
desvarío que se me ocurriese.
¿Cómo voy a olvidarme si quiera un segundo de que estuvo y
ahora falta? ¿Cómo voy a verle nunca como el recuerdo remoto de alguien que me
pasó en la vida? Me lo volví a plantear y entendí que no dejará de dolerme, ni
dejaré de pensarle ni uno sólo de mis días, así pasen 100 años o los que me
dure existir. Le echaré de menos con la misma impaciencia que si acabase de
marcharse, porque no me sale de otra forma, y porque no hacerlo sería la peor
de las traiciones. Primero a él, que se merece mis memorias hasta que se me
apaguen. Después a mí, por olvidarme olvidándolo de una parte muy densa de lo
que soy.
Así que definitivamente sí, me acuerdo de él todos los días,
y a todas horas, incluso cuando pienso que no pienso y me entretengo en
cualquier asunto de una vida que hoy rueda sin él. Y por primera vez tengo la
seguridad de que esta añoranza no se cura con el tiempo como me pasó con otras,
ni con recuerdos nuevos que tapen los de antes. No hay remedio para esto, ni me
lo permitiría, porque la herida se su falta no admite cicatriz.