Nunca, ni en el más miserable de mis días, he sido capaz de
ser desgraciada por un día entero sin concederme una tregua. Nunca, y estoy
segura de eso, porque no se me olvida la liviandad de la risa aligerando el peso
de mis párpados mojados, incluso una madrugada de junio en que creí que sufrir
sería para siempre. Qué importa si fueron segundos, o algún minuto malogrado.
El caso es que existió un instante de paz y hasta de contento en mitad del
desconsuelo, y que no sólo existió entonces, sino que siempre existe.
Quién quiera que nos puso en el mundo, nos libró de la
capacidad de penar sin descanso. Y creo que no celebramos como merece ese
talento nuestro de nunca conseguir una desdicha constante y definitiva.
Bendita sea la distracción de esas bromas nubladas cuando
algo duele insoportablemente dentro. Bendita la alegría fugaz y borrosa que nos
permitimos para no morir de pena. ¿Cómo es que se padece con tanta ceremonia y
nadie le rinde un honor siquiera al viento de la risa cuando nadie lo esperaba?
Qué milagro ese de reír con lágrimas, y qué torpeza la nuestra que por común lo
dejamos pasar sin advertirlo.
A veces se me ocurre que es con ese llanto abandonado con el
que deberían regarnos la cabeza cuando nos presentamos al mundo, y no con aquel
agua insípida que nada ha vivido y nada tiene que decir. Uno se presentaría a los
Dioses berreando dentro de su faldón de organza, y ellos le devolverían el
saludo mojándole de la promesa de que aún en sus peores miserias habrá sitio
para una sonrisa, así sea por despiste.
menudo coñazo!!!
ResponderEliminar