lunes, 5 de marzo de 2018

Sola

Dormir otra vez sola. Tanto como cuesta acostumbrarse a dormir acompañada, y cuando te devuelven el colchón entero, resulta que ya no sabes cómo se hacía lo de dormir así. Sola. 

De pronto la cama se convierte en zona hostil. Y una retira el embozo y se mete dentro, a pesar de todo, y se sigue orillando en su lado, como si aún existiese la frontera de un cuerpo, como si el lado contiguo siguiera siendo territorio ocupado por otro. Y todo lo que a veces molestaba: los ruidos, las vueltas, las sábanas enredadas, los ronquidos. Todo eso que ya no está se vuelve metralla en las costillas. 

A veces creo que esa es la razón de que el desamor se convierta en desvelo, y no otra. Por que cuesta dormir en ese silencio tan tuyo, en la libertad de moverse hacia donde uno quiera. Dan ganas de marcharse al sofá para no notar el vacío. Para evitar el impulso de estirar el brazo y no encontrarse un hombro, una espalda, una camiseta caliente y engurruñada sobre la que dejar caer un último beso adormecido.

Las noches empiezan a dar miedo. Alargas la hora de ir a la cama hasta que por fin reúnes valentía, respiras hondo, y te acurrucas en ese desierto de mantas. Y entonces te quedas quieta, esperando, tendiendo la oreja como si fuese a volver el vaivén de una respiración a acompañarte, o ese olor a otro a pegarse en la almohada.

Pero estás tú, sola, con tu propio olor que no te huele a nada. Intentando encontrar la postura, igual que la princesa del guisante. Acomodándote entre los pliegues del desamparo, ovillada en el que sigue siendo tu lado. Cerrando los ojos muy fuerte para tratar de invocar el peso preciso de un cuerpo hundiendo el colchón. 

Te imaginas que ahí al lado está ese alguien con tanta fuerza que por momentos hasta lo parece. Sientes todo. Su serpenteo tibio, el roce de sus pies, el barullo de sus sueños mezclándose con los tuyos. Tratas de retener la sensación inventada de que sigue ahí, en su flanco, como en las noches de antes, y con ese engaño intentas despistar a la ansiedad, y avisar de un silbido al sueño para que se cuele. Pero las ilusiones tienen eso, que se desvanecen siempre. Y sin remedio, la modorra se hace volutas; los párpados se vuelven ligeros y no hay quien los rinda.

Qué soledad tan extraña, tan llena de angustia, la que llega cuando el mundo echa la persiana. ¿Por qué será que la ausencia saca el aguijón de noche y no de día? ¿Por qué la pena se cobra el tiempo que se le debe al descanso?

Se hacen eternas las noches, que se tornan madrugadas. A veces para entretenerlas, te da por llorar. La gente le tiene miedo al llanto, y nunca lo he entendido, al propio y al de los demás. Cuantas veces escuchamos cuando nos tiembla la barbilla, la voz del que tenemos cerca pronunciar con cierto miedo eso de: ‘No llores.’ 

Qué cosa absurda. Llorar alivia. 


Después del llanto siempre sobreviene una rara paz, una flojera agradable y serena. Así, llorando, una se arranca a gritos el nudo del pecho, y se acaba quedando dormida. Con los ojos pesados y abrasados, con la nariz atascada. Respirando por la boca, sobre una almohada empapada. Pero por fin, rendida a un fugaz descanso del cuerpo y a veces, si hay suerte, también del alma.

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