viernes, 1 de mayo de 2020

A mi abuela




A mi abuela, porque allí donde haya ido su gran historia de amor no ha hecho más que empezar…

No hizo mucho ruido al irse, por eso a veces me parece que siguiera por aquí. 
Había estado tosiendo y el oxígeno no conseguía abrirse paso en sus pulmones. Los riñones habían claudicado y el corazón se había puesto a latir flojito. Los dos últimos días se acunó en un sueño tranquilo, inducido por alguna bendita droga, y así pudimos ir pasando uno a uno a decirle bajito cuantísimo la queríamos. Cuando nos hubimos despedido se murió sin escándalo, tan quedamente que hasta dudamos. No sabíamos si seguía en aquella habitación o si quién reina ahí arriba ya le había concedido el par de alas que se merecía. 

Marzo apenas se desperezaba y detrás de los cristales, Madrid seguía siendo el fascinante alboroto de siempre. La plaga era algo que le pasaba a otros, aunque, sin saberlo, nos estaba pasando a nosotros. Claro que los médicos y enfermeras todavía no vestían de astronauta y morirse no se había aún convertido en un viaje en soledad. Así que lloramos su pérdida pero, por fortuna, todos quedamos en paz. 

Siempre quise haber corrido en dirección contraria al tiempo y alcanzarla cuando era joven para verla tan bella como fue. Para que me contase sus anhelos de entonces, sus miedos y esperanzas. Para verla reírse con la frescura de los 20 años y enamorarse como solo se enamora una con esa edad. 

Como nunca me negaba nada, hasta eso me lo quiso conceder. Poco después de marcharse, abrí su armario dispuesta a buscar lo que quedase de ella en el olor de su ropa, y lo que me encontré fue una pila de cartas amarillentas. Llevaban el perfil del caudillo estampado en los timbres, y un matasellos que rezaba ‘Arriba España'. Era una correspondencia de aquel pedazo de tiempo por el que ella había paseado su juventud, pero que contenía un relato aún más fascinante. Una historia diminuta dentro de la inmensidad de lo que acontecía entonces. Una historia que no es parte de la historia pero que para mí es LA HISTORIA con mayúsculas: la historia de amor de mis abuelos. 

Un tesoro de papel y de palabras que había viajado de Madrid a Almansa, de Almansa a Talavera; de un albergue de verano de la Sección Femenina hasta un campamento de milicias universitarias… y que aparecía en la alcoba de mi abuela, como si me estuviera esperando. Cuartillas llenas con una caligrafía recta y elegante, rebosando nostalgia, cariño, reproches a veces, pero sobre todo impaciencia por volver a verse. 

Me las llevé a casa, sin saber que serían mi mejor compañía durante una cuarentena de ciencia ficción. Las que me salvarían del desaliento del encierro, del bombardeo de noticias de desesperanza. Las que me mantendrían conectada con lo mejor que al final tiene la vida, y que, de otra manera, se me hubiera empezado a olvidar. 

‘Queridísimo Armando’, ‘Por nada ni por nadie dejaría de quererte’, ‘Te quiero con todo el alma’, ‘Te adoro mi cielo, vida, mi todo’… 'Tu Pili’. La que firmaba era mi abuela Pilar. Se la reconocía en seguida porque ya entonces tenía el temperamento de una domadora de leones, prudente pero firme, y porque le delataba el leísmo, y algunas expresiones tan suyas que no le he escuchado a nadie más. Era mi abuela Pilar, pero no lo era. Porque allí, en esas páginas caligrafiadas con quimeras y pasiones, era sobre todo Pili, una muchachita de ventipocos enamorada de su compañero de trabajo. Echándole insoportablemente de menos durante los veranos. Recordando en la distancia sus paseos de los sábados por el Retiro y aquel 28 de abril del '45 en que aceptó ser su novia. 

¿Crees que algún día les leeremos estas cartas a nuestros nietos?’ Le preguntaba a su vez mi abuelo antes de serlo. Y yo, que 75 años más tarde me sabía cómo terminaba el cuento, tuve que contenerme para no gritarle al pedazo de papel que tenía delante que sí. Ya sé que no podían oírme, pero me moría de ganas de decirles a esos dos chalados que al final todo les salía bien.

Si bien de mis abuelos he aprendido muchas cosas de la vida, me lo han enseñado TODO del amor. Por eso, este montón de cartas, sólo ha venido a reforzar mi convicción de que un querer tan obstinado como el de ellos tiene que ser por fuerza eterno. Así que, aunque cada vez que he tenido que ver marcharse de esta vida a algún amor de mis amores me ha atormentado no saber adonde va, en esta ocasión tengo la certeza de que allí donde haya llegado ella, la estaba esperando él. Conozco a mi abuelo y sé lo que me digo. Me lo imagino dichoso, lanzándole un guiño de ojos cómplice, alguna broma escondida en el bolsillo y el bigote bien arreglado. También sé que en estos años de espera se habrá aprendido los caminos más hermosos para poder llevarla del brazo a pasear, y que en ese lugar sin relojes ni calendarios, todos los días serán para ellos 28 de abril. 

Ay, abuela, ¿cómo a nadie se le ocurrió que a ti había que hacerte inmortal? El mundo se ha vuelto extraño desde que te fuiste. No sé porqué me sorprendo, tampoco tenía sentido que la vida no frenara en seco al advertir que ya no estás. No hay día en que no te piense, y aunque tú me recordarías que la envidia no es un sentimiento noble, déjame decirte que he envidiado siempre que de entre tanta gente pululando por el mundo, tú te encontraras al amor de tu vida. Así que ahora disfruta de ese reencuentro glorioso. Y esta vez escúchame tu a mí. Olvídate del recato y bésale en los labios, bésale mucho, por el amor de Dios, tú que puedes, que nadie os está mirando. Por fin tenéis lo que queríais: la eternidad entera para vosotros.

lunes, 5 de marzo de 2018

Sola

Dormir otra vez sola. Tanto como cuesta acostumbrarse a dormir acompañada, y cuando te devuelven el colchón entero, resulta que ya no sabes cómo se hacía lo de dormir así. Sola. 

De pronto la cama se convierte en zona hostil. Y una retira el embozo y se mete dentro, a pesar de todo, y se sigue orillando en su lado, como si aún existiese la frontera de un cuerpo, como si el lado contiguo siguiera siendo territorio ocupado por otro. Y todo lo que a veces molestaba: los ruidos, las vueltas, las sábanas enredadas, los ronquidos. Todo eso que ya no está se vuelve metralla en las costillas. 

A veces creo que esa es la razón de que el desamor se convierta en desvelo, y no otra. Por que cuesta dormir en ese silencio tan tuyo, en la libertad de moverse hacia donde uno quiera. Dan ganas de marcharse al sofá para no notar el vacío. Para evitar el impulso de estirar el brazo y no encontrarse un hombro, una espalda, una camiseta caliente y engurruñada sobre la que dejar caer un último beso adormecido.

Las noches empiezan a dar miedo. Alargas la hora de ir a la cama hasta que por fin reúnes valentía, respiras hondo, y te acurrucas en ese desierto de mantas. Y entonces te quedas quieta, esperando, tendiendo la oreja como si fuese a volver el vaivén de una respiración a acompañarte, o ese olor a otro a pegarse en la almohada.

Pero estás tú, sola, con tu propio olor que no te huele a nada. Intentando encontrar la postura, igual que la princesa del guisante. Acomodándote entre los pliegues del desamparo, ovillada en el que sigue siendo tu lado. Cerrando los ojos muy fuerte para tratar de invocar el peso preciso de un cuerpo hundiendo el colchón. 

Te imaginas que ahí al lado está ese alguien con tanta fuerza que por momentos hasta lo parece. Sientes todo. Su serpenteo tibio, el roce de sus pies, el barullo de sus sueños mezclándose con los tuyos. Tratas de retener la sensación inventada de que sigue ahí, en su flanco, como en las noches de antes, y con ese engaño intentas despistar a la ansiedad, y avisar de un silbido al sueño para que se cuele. Pero las ilusiones tienen eso, que se desvanecen siempre. Y sin remedio, la modorra se hace volutas; los párpados se vuelven ligeros y no hay quien los rinda.

Qué soledad tan extraña, tan llena de angustia, la que llega cuando el mundo echa la persiana. ¿Por qué será que la ausencia saca el aguijón de noche y no de día? ¿Por qué la pena se cobra el tiempo que se le debe al descanso?

Se hacen eternas las noches, que se tornan madrugadas. A veces para entretenerlas, te da por llorar. La gente le tiene miedo al llanto, y nunca lo he entendido, al propio y al de los demás. Cuantas veces escuchamos cuando nos tiembla la barbilla, la voz del que tenemos cerca pronunciar con cierto miedo eso de: ‘No llores.’ 

Qué cosa absurda. Llorar alivia. 


Después del llanto siempre sobreviene una rara paz, una flojera agradable y serena. Así, llorando, una se arranca a gritos el nudo del pecho, y se acaba quedando dormida. Con los ojos pesados y abrasados, con la nariz atascada. Respirando por la boca, sobre una almohada empapada. Pero por fin, rendida a un fugaz descanso del cuerpo y a veces, si hay suerte, también del alma.

sábado, 3 de marzo de 2018

C

Yo me merecía muchas cosas. Pero de las que nadie se quiere merecer. Y él… Él se merecía todo lo bueno que le pudiera pasar. Ojalá le haya sentado bien eso que todos pensamos cuando nos rompen el corazón: descubrir al cabo del tiempo que al final las cosas le fueron mejor que a mí. Siento, aunque después de tanta vida yo sea la que va perdiendo, que era justo que me ganase la partida de la única forma en que podía ganármela: sacándome del juego. Aunque su lealtad no le dejó alejarse jamás. Tuve que ser yo la que al fin le puso voluntad, se salió de esta historia de nunca acabar y rompió el mapa de vuelta. 

He pensado tantas veces que tendría que haberle liberado antes… Pero me resistí mucho tiempo por puro egoísmo, por que presentía que nadie nunca más me iba a querer así. No estaba equivocada. 
Se lo he dicho muchas veces, pero no creo que llegue a comprender el alcance de este sentimiento mío, un sentimiento inmenso de gratitud. Por no abandonarme nunca, por amarme de esa manera incondicional que no le he conocido a nadie más que a él. Por mirarme así, como si yo fuera prodigio. Por volver cada vez a mi lado, aún sabiendo que acabaría por marcharme. Otra vez. Por rescatarme de cada naufragio colándose en mi casa a las 3 de la mañana y ofreciéndome su pecho como salvavidas sin querer acordarse de todas las veces en que yo me convertí en su tempestad. Por estar a mi lado y esforzarse en ser la única estructura que quedó en pie cuando mi mundo entero se vino abajo. Por llorar conmigo. Por llorar por mí. Por llorar a secas, y tener la valentía de dejarse la armadura, y vivir siempre con las emociones al descubierto. Se merecía que le quisieran de la misma forma que él sabía querer y que yo no sabré nunca. 

Es y será siempre el recuerdo seguro al que vuelvo cuando me vienen mal dadas.  Con los años la culpa se me hace incluso más grande. Y con los años también él se vuelve más imprescindible y su presencia se hace más sólida y definitiva en la historia de mi vida. 

A  veces me odio por no haber encontrado la forma de quererle igual de tanto. Creo, sencillamente, que mi corazón no alcanza para vaciarse entero sin guardarse un as en la manga que le pueda hacer falta en la siguiente mano. Que me falta nobleza, constancia, generosidad y sobre todo coraje. Yo sé que contra el desamor, cuando llega, una no puede pelear, da igual la fuerza con que descargue los golpes o el tesón con que trate de esquivar los que se le lancen. Dejé de quererle de esa manera, y de costumbre y de cariño gastado me hubiera negado siempre a vivir. Pero a veces me pregunto si no fue la puerta siempre entornada de mi curiosidad por otros amores, la que dejó que se colara la falta de ganas. Siempre supe que el modo absoluto en que me amaba estaba muy cerca de ser perfecto, pero no se me ocurría, como sé ahora, que nada de lo que encontraría más adelante lo iba a igualar. Vivo convencida de que si se me permite otra pasión correspondida después de tantas como llevo desperdiciadas, no seré tan valiosa para nadie como lo fui aquellos años para él.

No me reprocho que se me escapara el sentimiento del principio por las rendijas, por que son cosas que pasan sin querer. Por lo que me culpo es por los bandazos que le permití a mi vela cuando soplaron vientos de dudas. Por soltarle la correa a cada capricho sin pensar del todo en su dolor y en la angustia suya ante la brusquedad de mis idas y venidas imposibles de prever. No sé como lo hago, que no he dejado de traicionarle ni después del tiempo que fue nuestro, con todo lo que le debo. 


A veces me dan ganas de rogarle que venga a mi portal, esta vez para ser yo la que llore amarrada a su cuello todas mis deslealtades, aún después de tantos años sin ser nosotros y tantas vueltas como hemos dado. Pedirle perdón hasta quedarme sin saliva, aunque sé que desde siempre he estado perdonada. Decirle que al final, el desamor de entonces lo sufrió él, pero que la derrota fue definitivamente mía. 

martes, 20 de febrero de 2018

Cuando ya no me lo espere


Va a llegar cuando ya no me lo espere. Y una tarde de esas de peli y manta, cuando estemos tocándonos los pies en el sofá, compartiendo la pereza, me voy a sorprender de estar ahí. De querer otra vez, de que me quieran. De que todo sea fácil de pronto. De sentirme tan llena y tan segura que a veces me entre miedo de que ser demasiado feliz se castigue. De haberle puesto nombre al porvenir. Un nombre que voy a escribir en los márgenes de todas las hojas. Y lo repetiré en el metro, en voz muy baja, para que no me tomen por loca, pero que algo de él me toque los labios cuando no le tenga a mano.

Va a llegar oliendo a nuevo, a libro recién comprado, y va a desaparecer todo lo viejo, lo que no sirve, lo que ya no me duele pero a veces me estorba, y se me enreda entre las piernas alguna tarde y me vale algún tropiezo aún ahora.

Me va a esperar con el coche encendido en el portal, y voy a tocar con el nudillo la ventana para que abra el pestillo. Y va mirarme con ojos de ‘qué guapa estás’ y me va a poner la mano en la rodilla mientras conduce, y a llenarme de besos la espera de cada semáforo en rojo.

Me va a abrazar, con uno de esos abrazos que arropan mucho, cuando andemos por la calle, y a soplarme en el pelo cuando esté distraída. Y yo voy a mirar a toda la gente que nos crucemos con la barbilla alta, por que será imposible que no me lo envidien. 

Va a ser guapo, por que de siempre me han gustado los guapos, y esta historia me la estoy inventando yo. Y se va a reír con todo lo que le digo, menos cuando me dé por hablar en serio. Y a hacerme bromas que me saquen de quicio para luego abrazarme muy fuerte y decirme: ‘¡No te enfades!’

Le voy a escuchar sin escucharle, por que estaré entretenida en contarle las pestañas, en deslizar la mirada por el tobogán que forma la línea de su mandíbula. En anticiparme a la sensación de rasparme contra su barba naciente. Por que el placer está formado también de todas las cosas que has imaginado antes.

Le voy a echar de menos sin urgencia las noches que me toque dormir sola, segura de que tiene grabado en la memoria el mapa de vuelta y lo que no tiene son ganas de olvidárselo.

Y las otras noches, me va a mirar leer en el sillón, y me va a pedir que le cuente los mundos que se pasean por esas páginas que me absorben. Luego me pasará la mano por la nuca, y yo le agarraré el pelo de detrás de las orejas y de un beso incombustible acabaremos desnudos y trémulos debajo del edredón, con la luz de las farolas resbalando por el cristal de las ventanas.

Va a venir a salvarme del hastío de seguir siendo sola, por que se me debe un amor como Dios manda. Por que se me agota la paciencia de tantas pasiones a medias, de seguir sobreviviendo a una traición que no puedo sacarme del pecho del todo si nadie viene a cambiármela por un puñado de lealtad.


Por eso, va a aparecer como un azar milagroso, y todo lo de antes me va a parecer mentira. Los domingos van a volver a oler a palomitas. Y el calendario va a pasar tan rápido que sin darme cuenta se me va a quedar sin hojas. 

lunes, 19 de enero de 2015

Nunca


Nunca, ni en el más miserable de mis días, he sido capaz de ser desgraciada por un día entero sin concederme una tregua. Nunca, y estoy segura de eso, porque no se me olvida la liviandad de la risa aligerando el peso de mis párpados mojados, incluso una madrugada de junio en que creí que sufrir sería para siempre. Qué importa si fueron segundos, o algún minuto malogrado. El caso es que existió un instante de paz y hasta de contento en mitad del desconsuelo, y que no sólo existió entonces, sino que siempre existe.

Quién quiera que nos puso en el mundo, nos libró de la capacidad de penar sin descanso. Y creo que no celebramos como merece ese talento nuestro de nunca conseguir una desdicha constante y definitiva.

Bendita sea la distracción de esas bromas nubladas cuando algo duele insoportablemente dentro. Bendita la alegría fugaz y borrosa que nos permitimos para no morir de pena. ¿Cómo es que se padece con tanta ceremonia y nadie le rinde un honor siquiera al viento de la risa cuando nadie lo esperaba? Qué milagro ese de reír con lágrimas, y qué torpeza la nuestra que por común lo dejamos pasar sin  advertirlo.  

A veces se me ocurre que es con ese llanto abandonado con el que deberían regarnos la cabeza cuando nos presentamos al mundo, y no con aquel agua insípida que nada ha vivido y nada tiene que decir. Uno se presentaría a los Dioses berreando dentro de su faldón de organza, y ellos le devolverían el saludo mojándole de la promesa de que aún en sus peores miserias habrá sitio para una sonrisa, así sea por despiste.

martes, 28 de enero de 2014

Mi persona favorita

Tengo la suerte de llevar en el linaje a una mujer que es un privilegio. No ha sido pionera de nada, jamás le han prendido medallas, y tampoco le ha prestado su nombre a la Historia, ni la Historia ha querido pedírselo. Pero ha enfrentado el desastre de la vida durante 90 años sin pisar ni una vez la calle con el pelo en desorden y eso es como para admirárselo.

Aún le queda mucho verde en los ojos aunque el tiempo se empeñe en desteñírselos y las arrugas le han dejado en paz porque todavía se la creen joven. Yo sé que es de otro siglo porque me gusta pedirle que me cuente sus recuerdos hambrientos de la guerra en Madrid y sin embargo, vive en el siglo de ahora sin que le quede incómodo, como si se hubiese equivocado el destino mandándole nacer en otra época.

Hubiera podido ser alguien importante porque tiene nariz de actriz de Hollywood y presencia de emperatriz. Pero se contentó con dedicarse a ser sólo nuestra e hizo de su manada el triunfo de su paso por el mundo. Será esa la razón de que lleve siempre en la cabeza un alboroto de preocupaciones que no le son propias: sufre con las peleas de enamorados de las nietas, con las derrotas deportivas de los nietos o con la última factura del hijo al que se le complica el mes. Y con la misma pasión con que se angustia con nuestras catástrofes, se entusiasma con los triunfos de cada uno, como si la gloria al final fuese más suya que nuestra.

A veces me pregunto qué le damos nosotros a cambio, aparte del griterío en que convertimos su casa los domingos de cada semana desde que me alcanzan los recuerdos. Antes de que el tiempo le empezase a doler en los huesos, nos recibía con un banquete de reyes en su mesa de comedor que jamás alcanzamos a terminarnos. Se sentaba en su silla sin probar nada, pendiente de qué no le gustaba a quién y a quién le faltaba qué, levantándose a cada rato para ir a buscar algo en la cocina y dispuesta a empanarme lo que le pidiese en cuanto me veía arrugar la nariz. No entiendo con qué autoridad rechazaba yo alguno de esos sabores mágicos que se inventaba cuando apenas asomaba los ojos por encima del tablero, ni como me lo permitía ella. Pero si lo pienso, sería imposible llevar la cuenta de las cosas que me ha consentido siempre sin hacer caso a los reproches de nadie.

Es verdad que todavía le quedan ideas antiguas que hablan de recato en las mujeres y de deberse a un solo hombre para la eternidad. Y aún así ha dejado de importarle que yo haya acumulado amores como para 3 vidas sin cumplir los treinta y que aún no me decida a ponerme un anillo que me comprometa a alguien a perpetuidad. Lo único que le preocupa, más que la indecencia de tantas conquistas es, como ella dice, que me quede ya sin nadie a quién rechazar.

Por eso no siempre estamos de acuerdo. Nos separan muchos años y muchas horas de misa y rosario que a mí me faltan. Eso de acumular  pasiones a ella le resulta obsceno, igual que a mí mentira un solo amor para siempre. Hasta el día que la vi a besar al cadáver de su marido en los labios, sin importar quién la veía, ni lo fría que está la muerte. Hasta que la oí decirle desolada: ‘Amor mío, ya no vuelves a casa conmigo’ y me creí definitivamente que había vivido más de 50 años enamorada del mismo hombre.

De ella he aprendido que sí que existe amar a la misma persona desde el principio hasta el término de una vida sin que sea al final más una cuestión de costumbre que de adoración. Y yo aún no he sabido convencerla de que hay que querer a muchos para asegurarse de elegir al bueno. Acaso será que quién está equivocada es una servidora. Y tendré que darle la razón ese hombre al que tanto quiso, porque era imposible no quererle, cuando me decía desde la irrefutable autoridad de su bigote blanco que más sabe el diablo por viejo que por diablo.

Si vuelvo al principio de mis memorias, me encontraré seguro con algún primer recuerdo que huela a ella. Acurrucada en la generosidad de su pecho esponjoso, escuchándole cantar a media voz siempre la misma nana inventada. O sentada en los dominios de su cocina, dónde era reina y soberana, mezclando en un plato ingredientes que sobraban para creerme que cocinábamos juntas. Su casa siempre fue el mejor recreo y ella la mejor compañera de juegos que he tenido, junto con mi hermana.

Hoy que he crecido, prefiero sentarme a su lado y preguntarle por esa vida suya antes de mí que me he perdido. Y me da rabia no haber estado ahí para verla cuando era joven. Cuando la oigo hablar indignada de algo que no comprende, y reírse con escándalo de lo que le divierte; cuando me adivina las penas escondidas por más que las disimule, o cuando me pide que la acompañe a su armario para decidir juntas qué se pone hoy, pienso sinceramente que si el azar me hubiese puesto en su mismo tiempo pero fuera de su familia, la hubiese elegido como mi mejor amiga.

Hay días que me entra el miedo de que me falte, le abrazo y le pido: ‘Abuela, no te mueras’. Ella me mira espantada, como pensando que he tenido algún presentimiento y yo añado para tranquilizarla: ‘Es que eres de mis personas favoritas del mundo.’ Y ella me contesta para tranquilizarme a mí: ‘Entonces, es recíproco.’

viernes, 6 de diciembre de 2013

Qué triste un mundo... (DEP Nelson Mandela)

Qué triste un mundo que amanece sin la leyenda viva que era Mandela. La prueba aún palpable de que la reconciliación y el perdón siempre llevarán mucho más lejos que la venganza, de que el compromiso tenaz con una idea de justicia es un triunfo en sí mismo, independientemente de lo que finalmente se logre (y que afortunadamente se logró). Un hombre que demostró que estar descalzo, cautivo y sometido al trabajo forzoso no significa ser un hombre humillado y vencido, y más inaudito aún: que 27 años sin libertad pueden no ser 27 años perdidos.

Qué triste un mundo que ha hecho mortal hasta a quién no debería serlo, dejándonos huérfanos del ejemplo superviviente del preso 46664. Ese terrorista negro que tantas veces rechazó la libertad a cambio de su renuncia a la violencia y que terminó por dar una lección de humanidad a la propia humanidad, que de humana no tiene tanto. Ese condenado a perpetuidad del que aprendimos que si algo deber ser perpetuo, esos son los ideales y que al final, la perseverancia paciente –y más cuando es pacífica- es la gloria de toda lucha. Pero superior a su empeño indestructible, fue la razón del mismo, su cierta convicción de que en esta Tierra hay lugar para todo el mundo y que ningún ser humano tiene más valor que otro.

Descanse en paz Madiba, esa leyenda viva que desde ayer es algo aún mejor aunque más simple: simplemente, LEYENDA.